UN PECADO MUSICAL

Texto: Belén Gonzalvo Val

Imagen: Patricia Calvo

PATRI

Los pecados suelen quedar en secreto salvo que se busque el perdón. Es entonces cuando hay que confesarlos para tener una posibilidad de ser absueltos.

Esa era la razón por la que aquella noche estaba con Ángel. Él creía que yo era el único capaz de perdonarle la falta que estaba a punto de cometer. Fui su predecesor en el cargo y, por consiguiente, quien le enseñó los trucos que da la experiencia.

Eran las ocho de la tarde. Faltaba poco para la hora y él lo tenía todo preparado. Me había contado su plan paso a paso. Tuve que reconocer que era brillante. Dada la naturaleza de nuestro oficio, me será difícil explicar la sutileza con que llevó a cabo su venganza. Incluso algunos pondréis en duda que fuese tal, pero os puedo asegurar que, a los niveles que se mueven los concertistas, una nota puede dar al traste con toda una carrera.

Ser afinador de pianos no es tan sencillo como parece. Claro que las nuevas tecnologías han ayudado mucho, aunque es primordial tener un oído entrenado para que un instrumento suene real y no a esos virtuales que dan las notas como simples números predeterminados, mecánicos, sin alma. No es tan sencillo como encender un afinador electrónico e ir comprobando cada cuerda. Si se hace así, el resultado será un sonido de piano frío, distante, sin color. Es importante saber que en las octavas bajas cada tecla corresponde a una cuerda, en las centrales a dos y en las octavas altas a tres. Hay que jugar con lo que llamamos el batimento, que consiste en que esas tres cuerdas de una misma nota no están afinadas idénticas, sino que tienen una leve desafinación, de una o media centésima, que hace más bello el sonido.

Allí estábamos los dos. Él, con los últimos preparativos; yo, como testigo y confesor. No todos los días se podía ver en palco de lujo cómo se fraguaba una venganza, desde sus inicios hasta el desenlace.

Encendió la radio, sintonizó la cadena internacional de música clásica y nos dispusimos a disfrutar del espectáculo. Las brasas estaban a punto para cubrir con su calor las alcachofas. Ni siquiera esto era un capricho del menú. Todo tenía su papel en la puesta en escena. De hecho, como responsable de la afinación, en aquellos momentos debería estar entre bastidores en el teatro, cuidando de que cada una de las 224 cuerdas del piano estuvieran preparadas para vibrar, cada una en su adecuada frecuencia. Y eso había hecho, dejar todo perfecto. Todo menos una nota; el sol sostenido más agudo del piano. Sus tres cuerdas las había afinado idénticas, sin un mínimo batimento. De esa forma la sonoridad resultante le daría un matiz, solo para los oídos entrenados, muy distinto al resto de las 87 teclas del piano. Luego había fingido una indisposición de última hora que le permitió salir dejando a su colega de guardia, como era obligatorio, por si ocurría algún imprevisto.

Durante los días previos al concierto, barajó todas las posibilidades para sabotearlo. La primera fue desafinar de manera exagerada solo una, cualquier nota, o igualar altura de sonido en dos teclas contiguas. Le pareció lo más humillante para el concertista, pero hubiera sido un sacrilegio. Su oficio era sagrado y habría puesto en entredicho a su profesión. También pensó en dejar entre dos de las cuerdas un trozo del paño de temperamento — el que se utiliza para apagar el sonido de unas para afinar otras —aunque también le pareció bastante burdo silenciar una nota sin merecerlo. Desajustar el muelle de la nuez del martillo, quitar el fieltro del apagador o manipular levemente cualquier parte del intrincado mecanismo que va desde la tecla hasta la cuerda, eran otras opciones con las que solo conseguiría que pudiera creer que era un incompetente, así que optó por la que pasaría más desapercibida para el público. La que sería evidente solo para él y el ejecutante de la nota en cuestión. Y es posible que para su sustituto, si no se había quedado dormido.

Hablábamos con la mirada fija en el fuego que había reavivado después de acabar de preparar la cena. Su voz no era la de alguien que se sintiera orgulloso de lo que hacía. Era, más bien, la de un ejecutor. La de aquel que se cree con el deber de castigar el más grave de los pecados: la envidia.

En su juventud, Ángel y Darío eran buenos estudiantes y ambos prometían llegar a ser alguien importante en la esfera profesional. No es que fueran grandes amigos, pero, al aparecer Teresa, lo poco que les unía se desvaneció por completo cuando ambos se enamoraron de ella. Ángel ganó la batalla la noche que le robó el primer beso a ella. Los caminos de los compañeros se separaron para siempre. Ángel se fue a otra escuela y se dedicó a estudiar el mecanismo interior de los pianos. Darío, derrotado, se centró en perfeccionar la danza del blanco y negro que se desarrollaba al son de sus dedos. Lo hizo a la perfección y se convirtió en un excelente intérprete.

Aquel pianista, impecable ejecutor de notas, increíble malabarista entre teclas, le había despreciado desde entonces por conseguir el amor que él había deseado y, ahora, aprovechaba cada minuto que compartían para hacerle la vida imposible a Ángel. Cualquier momento era bueno para poner en duda su buen hacer. A él, que con su diligente trabajo se había ganado el respeto de sus colegas.

Los días previos al concierto mareó a todos con exigencias impropias de un concertista de élite, la mayoría referidas al modo con que quería que fuera afinado el piano. Paciente y generoso, había aguantado todas sus impertinencias, pero lo que ya no pudo perdonar Ángel, fue la falta de respeto que empezó a demostrar con el resto de compañeros del auditorio, en especial con Teresa, ahora su mujer, que ocupaba un puesto de viola en la orquesta residente.

Estaba claro que Darío tenía un gran problema de autoestima y rencor. Decidido a acabar con tanto ego concentrado, Ángel urdió una sutil trama. Nada de pagarle con la misma grosería.

El concierto se retransmitía a toda Europa gracias a la radio internacional. Escuchábamos en silencio, deshojando las alcachofas poco a poco, tal y como se desplegaban las melodías a través de las ondas.

Ángel me contaba que había estudiado el repertorio de aquella noche a fondo, nota por nota. Quería encontrar el momento más idóneo, dentro de todo aquel montón de armonías y emociones, para que su intervención en una sola nota, tuviera el máximo efecto sobre Darío.

Se decidió por el movimiento más lento del programa: un adagio ma non troppo, casi al final del programa. Después de una larga cadenza, cuando aquel pianista había demostrado su virtuosismo y su ego flotaba por el teatro, cuando el público estaba a punto de estallar en un aplauso, entonces, en ese momento de éxtasis conjunto, cuando nosotros llegábamos al corazón tierno y dulce de la alcachofa, el sol sostenido más agudo del registro hizo su entrada triunfal por primera y última vez en el recital. Un sol muerto y apagado.

Con el sabor azul en nuestros paladares se mezclaba el gusto dulce de ver cómo todo salía bien.

¡Qué placer escuchar las pequeñas perdidas de concentración de Darío! Comprobar cómo entraba con la orquesta décimas de segundo más tarde de lo previsto y sin la seguridad con la que lo hizo en los ensayos. Cómo le fallaban los dedos en el endiablado trino y el leve temblor que se intuía en el pasaje más conmovedor del concierto.

Ángel, satisfecho, sonreía. Había conseguido una de las cosas que buscaba esa noche. Desconcertar a Darío y, así, castigarle. Ahora me miraba esperando lo más importante para él: mi perdón.

Sé que es difícil comprender su urgencia por la salvación. Y aun más que quien tenga que juzgar los hechos sea un afinador de pianos jubilado. En realidad creo que lo que ha buscado en mí no es un confesor, sino un cómplice.

Lo que ha ocurrido hoy en el escenario ha sido un ajuste de cuentas personificado en un concertista. Un escarmiento a todos esos torpes estudiantes que, en algún momento de su carrera, culparon a un instrumento por su propia incompetencia. Pusieron como excusa la poca calidad de un teclado, cuando era su pereza para practicar escalas lo que les impedía acometer pasajes rápidos. O cayeron en la soberbia culpando a una maquinaria extraordinaria de todos sus males y volcaron su ira en él, golpeándolo o dejándolo en el olvido. Y si, a pesar de todo, llegaron a ser alguien en el mundo de la música, todos, en algún momento, se sintieron superiores al resto de los mortales.

Por eso me buscó a mí. Porque sabía que iba a apoyarle sin dudar e iba a conseguir el indulto.

Sé que al final se lo concederé. Pero de momento me encanta ver cómo se retuerce las manos a la espera de algo que daba por hecho. El pecado de su soberbia, al creerse un gran estratega en esta vendetta, lo tiene que pagar con, al menos, una hora más de buena música y vino.

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